¿Las empresas o la Iglesia, a la SEP?
Jorge
Fernández Menéndez
Ayer,
mi amigo Leo Zuckermann, en estas mismas páginas, se preguntaba si ahora le
iban a dar la secretaría de Educación Pública a Elba Esther Gordillo. El
viernes, Marinela Servitje, en representación de la asociación civil que
encabeza, pedía que se rompiera la Alianza por la Calidad de la Educación con
un argumento por lo menos extraño: decía Marinela que como el Estado tiene la
rectoría de la educación no necesita hacer una alianza con el sindicato de
maestros para realizar una reforma que garantice la calidad educativa. Algo muy
similar plantea Mexicanos Primero, encabezada por Claudio X. González. El mismo
día de ayer, mi también muy estimado amigo Germán Martínez, sin metáfora
alguna, pedía que la Secretaría de Educación Pública fuera para el mismo
Claudio X. González. En varios círculos empresariales de primerísimo nivel y en
la cúpula eclesiástica se especula e impulsa esa idea.
Ayer
mismo, en conferencia de prensa, presentábamos con Bibiana Belsasso el libro La
élite y la raza, la privatización de la educación (Taurus), que sostiene
exactamente lo contrario de lo que están planteando mis apreciados Claudio,
Leo, Marinela y Germán. La idea de que el sistema educativo en México no
funciona por Elba Esther Gordillo o porque existe un acuerdo con el sindicato
es un error de base que no se sostiene. La idea de que como el Estado tiene la
rectoría de la Educación no necesita acuerdo alguno para sacar adelante una
reforma, se sostiene aún menos. Con todo respeto, esa es una suma de posiciones
profundamente conservadoras que consideran que las reformas se pueden imponer
sin la necesidad de llegar a acuerdos con los involucrados y por una simple
decisión cupular.
Se
podrá decir que no puede haber reforma educativa sin, por lo menos, desregular
las relaciones del Estado con el sindicato. Es verdad, como también es
necesario impulsar la libertad sindical y la transparencia, pero lo cierto es
que no habrá reforma educativa sin el sindicato. No sé si alguno de los
impulsores de esa idea comprende que estamos hablando de más de un millón de
maestros involucrados y distribuidos en todo el país, donde el maestro suele
dar clases en un aula que no cumple con los requisitos mínimos para tener una
educación simplemente digna.
Hay que
insistir en un punto: no habrá ninguna reforma educativa si no participan en
ella, en forma organizada, los maestros.
No habrá una reforma educativa sin la participación del SNTE y sin tener
claridad de que sus principales opositores, a quienes algunos prefieren no ver
o incluso en ocasiones impulsan, aglutinados en la Coordinadora, con una
presencia hegemónica en estados como Michoacán y Oaxaca, se oponen a cualquier
posibilidad de avanzar en ella.
No
habrá una reforma educativa si no se logra involucrar en ella también a los
gobernadores: la educación, como el sindicato, está federalizada y las
soluciones, en todos los ámbitos, deben ser globales y, al mismo tiempo,
locales, específicas, porque cada entidad de la República (y cada sección
sindical) tiene particularidades que deben ser atendidas. No es lo mismo San
Pedro Garza García que Tapachula.
Lo
cierto es que mientras la privatización hace más elitista la educación, la
radicalización ideológica, al hacer girar todo el debate en torno al sindicato,
llega al mismo objetivo. Es el instrumento perfecto para impulsar la escuela
privada, porque estimula la pobreza, la falta de calidad, la radicalización
política, la anticultura, la intolerancia, y finalmente abona a la violencia,
desde la vinculada con los grupos armados hasta los del narcotráfico.
Desde
otro ángulo, se podrá decir que las ideas de distribuir recursos, tipo becas,
desde el gobierno, para que cada padre de familia decida en dónde quiere que
estudie su hijo, es democrático y progresista. En realidad es exactamente lo
contrario: evita la capilarización social y deja en manos de empresas e
iglesias la educación pública. Es exactamente lo mismo que está planteando, por
ejemplo, el Tea Party en Estados Unidos.
Soy un
ferviente creyente en las capacidades de la iniciativa privada en prácticamente
todo, pero hay espacios que deben ser del ámbito público: del Estado y de la
sociedad. La educación básica debe ser pública, laica y de calidad. Y pensar
que grandes empresas o empresarios, involucrados, además, directa o
indirectamente en el negocio de la educación o con la cúpula eclesiástica,
pueden cumplir con ese papel, es un error o una ilusión. También una apuesta
política.
La
privatización y la radicalización se alimentan mutuamente porque es la forma en
que ambas se pueden fortalecer. Las dos fabrican excluidos y aumentan la
desigualdad. La opción es la educación pública extendida, masiva y de calidad. Publicado en Excélsior.
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