Internacionalización de
la educación superior
Sylvie
Didou Aupetit*
Las políticas
para la internacionalización de la educación superior en México existieron a lo
largo del siglo XX. Fueron impulsadas en forma deliberada en los 90, cuando el
gobierno mexicano inició las negociaciones del Tratado de Libre Comercio en
América del Norte con Canadá y los Estados Unidos (TLCAN). Sus objetivos fueron
erradicar las asimetrías que imperaban entre los sistemas nacionales, así como
fomentar la movilidad internacional de los estudiantes y de los académicos.
Veinte
años después, ante las críticas de las que son objetos las políticas de
internacionalización por parte de especialistas reconocidos a escalas nacional
e internacional, el momento es propicio para reflexionar sobre resultados y
fragilidades de lo hecho en México. Partamos de dos hechos: en 2009, pese a que
la UNESCO haya registrado 26 mil 884 estudiantes mexicanos en el exterior, la
tasa bruta de escolarización en el extranjero sólo era de 0.3%, una proporción
inercial desde 10 años atrás1. Cuando, a lo largo de sus más de 4 décadas de
existencia, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) había
asignado en promedio alrededor del 20% del total de sus becas para estudios en
el extranjero, la proporción se había desplomado, en 2011, al 5.7%. Pero los
retos no son sólo numéricos, son también de orientación: urge que las políticas
de internacionalización dejen atrás su obsesión por las elites y abarquen entre
sus propósitos la formación de grupos sociales definidos, no por su condición
de herederos sino por su pertenencia a sectores vulnerables. Democratizar las
oportunidades vinculadas con la internacionalización no es cualquier ocurrencia
discursiva, sino que implica enormes desafíos.
¿Dónde
estamos?
Hace unos
meses, la ANUIES2 detectó que los principales defectos de los programas de
internacionalización eran la dispersión de las iniciativas y el desconocimiento
de sus incidencias. Sus ventajas consistían en el recrudecimiento de
oportunidades y el involucramiento de los establecimientos de educación
superior en su desarrollo. Recogiendo las conclusiones de balances recientes y
antiguos, la ANUIES propuso medidas correctivas (normalización de los procesos
de gestión, financiamiento y rendición de cuentas) pero no identificó
estrategias para sustentar una visión diferente de la internacionalización
(mejorar la medición de los insumos y productos, capacitar a administradores,
mutualizar prácticas replicables e incorporar dimensiones sociales a los
procesos). Garantizar la coherencia de esos procesos supone diseñar y pilotear
herramientas innovadoras, movilizar presupuestos, aglomerar intereses
convergentes y elaborar diagnósticos autocríticos más que auto-satisfechos.
Experiencias recientes3 muestran que no es tarea fácil.
La
movilidad ha sido, en los últimos 15 años, el eje vertebrador de las políticas
de internacionalización, en México como en muchos países. Pero existen dudas
sobre la racionalidad de las acciones emprendidas, por su índole improvisada,
su proliferación y su escala reducida. La primera concierne costos y beneficios.
Otras versan sobre características cuantitativas (¿cuál es la demanda por
país/área? ¿cuáles son las tasas de selectividad?) o cualitativas (salida y
retorno de los estudiantes mexicanos), frente a la tendencia a aglutinar las
cifras, por niveles y modalidades, hasta vaciarlos de significado. Ante la
confusión que prevalece, sería indispensable saber, más allá de “números
totales” escasamente convincentes y confiables, quiénes son los estudiantes
salientes y entrantes, cuáles son sus recursos, sus expectativas y sus
trayectorias profesionales. Habría asimismo que diversificar las ofertas de
movilidad e impulsar esquemas innovadores de fomento, ampliar sus radios de
incidencia y abrirlos a beneficiarios distintos a los tradicionales.
Y ¿la
inclusión?
La ANUIES,
en su documento relativo a la responsabilidad social de las instituciones de
educación superior, en línea con las prioridades de acción de la UNESCO,
definidas en la segunda Conferencia Mundial sobre Educación Superior (Paris,
Julio 2009), plantea de hecho un interrogante central que, hasta hace algunos
meses, era ausente de la agenda nacional de reflexión sobre la
internacionalización. ¿En qué medida los programas, tales y cómo han sido
llevados a cabo en México, han mejorado las oportunidades de acceso a una
educación superior de calidad, para grupos sociales cuyas tasas de inscripción
y egreso de la educación superior son inferiores a las medias nacionales?
En el
país, la internacionalización está todavía vinculada con la reproducción (o
ampliación controlada) de elites sociales y profesionales. El “simple” criterio
de proficiencia lingüística previa en el idioma del país en donde los
estudiantes móviles pretenden inscribirse es discriminatorio: dada la pésima
calidad del aprendizaje en las escuelas públicas, hablar con fluencia idiomas
extranjeros supone pasar por instituciones privadas o peri-escolares (escuelas
de idiomas) con cargo al presupuesto familiar. Esas opciones son inaccesibles
para la mayoría de los hogares, dada la estructura de ingresos de la población
mexicana. Independientemente de sus capacidades intelectuales, una proporción
significativa de los estudiantes mexicanos ingresa a las universidades y,
muchas veces, llega al postgrado con competencias de comunicación y
lecto-escritura insuficientes en inglés u otro idioma, independientemente de
las regulaciones y exigencias formalmente establecidas. Transitar de
dispositivos de selección de aspirantes a la movilidad internacional
tácitamente excluyentes a unos expresamente meritocráticos depende de que las
agencias a cargo de los programas negocien estancias de aprendizaje lingüístico
acelerado, en México o en el país de recepción, con becas. Al respecto, el
programa de enseñanza del chino del gobierno de Taiwán es una práctica prometedora,
entre otras.
Vincular
los procesos de internacionalización con medidas de inclusión tiene, además,
repercusiones de orden sistémico. En México, la expansión del sistema de
educación superior ha descansado en una diversificación (¿imparable?) de establecimientos.
Pero, muchos establecimientos, cuya misión es acercar oportunidades de
educación superior a jóvenes procedentes de su entorno inmediato de
localización, carecen de habilidades o recursos para negociar proyectos de
internacionalización que les permitan proveer a sus estudiantes de
posibilidades de formación equivalentes a las suministradas por instituciones
convencionales.
En
consecuencia, plantearse la ambición de transformar a profundidad las políticas
de internacionalización de la educación superior implica idear fórmulas
colaborativas focalizadas a propósitos particulares y a grupos estratégicos (el
Pathways o el programa internacional de becas de posgrado para indígenas de la
Fundación Ford, por ejemplo). Supone revisar habitus arraigados en el ámbito
político, como la disimulación de fracasos y el miedo a hacer las cosas en
forma distinta a la acostumbrada. De ello, depende la posibilidad de aplicar
programas útiles para resolver los déficits en materia de calidad e inclusión
que aquejan el sistema mexicano de educación superior y de operar políticas de
internacionalización innovadoras, independientemente de su calificación
retórica como de “nueva generación” o “comprensivas”.
1[1] Cuadro 12: 203,
UNESCO-UIS, 2011, Global Education Digest.Montréal, UNESCO : 310 p.
[http://www.uis.unesco.org/Education/Pages/default.aspx]
2 [1] ANUIES, 2012,
Inclusión con responsabilidad social: una nueva generación de políticas de
educación superior. México, ANUIES: 74 p.,
http://www.anuies.mx/c_social/pdf/inclusion.pdf
3[1] SEP, 2012, PATLANI:
64 p. http://www.patlanimexico.org/images/Patlani_FINALDig.pdf
____________
Investigadora
de tiempo completo en el DIE-CINVESTAV y coordinadora del Observatorio sobre
Movilidades Académicas y Científicas (OBSMAC) del Instituto Internacional para
la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC) de la UNESCO.