El oficio más antiguo
de la Humanidad
Ignacio
Martínez Mendizábal*
Hace
alrededor de dos millones de años ocurrió algo insólito en los más de 3500
millones de años de historia de la vida en el planeta: un individuo comenzó a
dirigir el aprendizaje por imitación de otros miembros de su especie. Es
imposible saber cómo y cuándo ocurrió exactamente, pero lo cierto es que hace
1,8 millones de años los primeros humanos desarrollaron una técnica de talla de
la piedra lo suficientemente compleja como para que no pudiera ser aprendida
por simple imitación y requiriese el concurso de un elemento revolucionario en
la historia del aprendizaje animal: el primer profesor (o profesora). La
aparición del aprendizaje dirigido supuso un hito trascendental en la historia
de la evolución humana pues catalizó y optimizó las capacidades de aprender y
de transmitir los conocimientos en los que se basa el comportamiento
inteligente. Desde entonces, el papel de los enseñantes ha sido trascendental
en el desarrollo del nicho ecológico del ser humano: la Cultura.
En los
fósiles humanos del yacimiento de la Sima de los Huesos, en la burgalesa Sierra
de Atapuerca, se encuentran las primeras evidencias de otra de las conductas
que pueden calificarse como característicamente humanas. Hace alrededor de
medio millón de años, un anciano con graves dificultades para caminar y una
niña con retraso en sus capacidades psicomotrices pudieron sobrevivir durante
años, a pesar de su discapacidad, gracias a la solidaridad y el cariño de los
otros miembros del grupo que cuidaron de ellos. Ayudar, consolar y curar se
encuentran también entre las primeras señas de identidad del comportamiento
característicamente humano.
Mucho
tiempo después, hace alrededor de 10.000 años, los humanos fueron capaces de
producir sistemáticamente alimentos, merced a la invención de la agricultura y
de la ganadería. Por primera vez en la historia, se produjeron más alimentos de
los necesarios y fue posible acumular los excedentes. Nacieron entonces las
sociedades complejas y con ellas los primeros administradores del bien común,
que pasaron a ocupar una posición destacada y a gozar de honores y privilegios.
La riqueza se distribuyó de manera dispar y surgieron las castas y clases
sociales. Y también apareció entonces una nueva actividad que continúa
floreciente en nuestros días: el tráfico de carne humana para el trabajo, la
guerra y el sexo.
Más allá
de los extraordinarios cambios que han acontecido a lo largo de la historia de
la Humanidad, hay algo que no ha cambiado en todo ese tiempo: no hay nada que
nos podamos llevar de este mundo pero es mucho lo que podemos dejar en él. No
somos otra cosa que eslabones de una larguísima cadena. Hemos recibido todo lo
que tenemos de los que vivieron antes de nosotros y nuestra misión es
transmitir ese patrimonio, incrementado, a los que vienen detrás. No somos los
dueños de la Tierra, sino que la recibimos de nuestros padres y la tenemos en
usufructo para pasársela a nuestros hijos. Como los componentes de un equipo de
relevos, tenemos la misión de llevar el testigo de nuestros padres hasta
nuestros hijos. La deuda de gratitud que hemos contraído con nuestros Mayores
debe ser pagada, con intereses, con los siguientes.
Es el
conocimiento acumulado durante cientos de generaciones el testigo que pasamos
de una generación a otra. Asegurarse de que esa transmisión se realice de la
mejor manera posible se encuentra entre las más graves responsabilidades de
cada generación. El conocimiento no es patrimonio de unos pocos y debemos
asegurarnos que llegue a todos, porque es el mejor instrumento para asegurar la
igualdad y la libertad de las personas. Por ello, conseguir y garantizar la
mejor educación pública posible debe estar entre las primeras preocupaciones de
los administradores del bien común.
Siempre
he sentido un gran respeto por las personas que llevan sobre sus hombros la
importantísima tarea de dirigir la enseñanza pública y pensaba que les
resultaría muy difícil conciliar el sueño si cada noche no estaban convencidos
de haber hecho todo lo posible para asegurar que la mejor educación posible
esté al alcance de todos. Pero últimamente, a la vista del maltrato que la
enseñanza pública está recibiendo de sus principales responsables, empiezo a
pensar que quizá no tengan el sueño tan ligero como yo pensaba.
De lo que
no me cabe ninguna duda es de la dedicación y la profesionalidad de mis
compañeras y compañeros docentes de todos los niveles, cuyo esfuerzo y vocación
están constituyendo el parapeto que defiende a esa anciana y hermosa dama que
llamamos Enseñanza. Para ellos y ellas, con mi respeto y admiración, un beso y
un abrazo.
Artículo
publicado en El Huffington Post.
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