Alternativas culturales
(Primera parte)
JORGE
SÁNCHEZ CORDERO
MÉXICO, D.F.
(Proceso).- Durante su intervención realizada en abril último en la Mesa de
Cultura con miras a la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, el
secretario de Educación, Emilio Chuayfett Chemor, enunció varias ideas que han
comenzado a volver a animar el debate sobre la cultura en México.
En sus
consideraciones, que abrevan en los postulados de Justo Sierra, José
Vasconcelos y Jaime Torres Bodet, fustigó a quienes el primero consideró como
mandarines culturales que “paralizaban la vida y oponían protocolarios diques
retóricos”. Torres Bodet lo expresaba con toda contundencia: hay que ir al
pueblo, volver al pueblo, interpretar al pueblo y servir al pueblo.
En efecto,
la cultura es del pueblo y para el pueblo. Las artes y las letras le pertenecen
al pueblo, ya que finalmente es el pueblo el que las crea. La cultura, a
diferencia de la educación, no se “da”, y, menos, se “ordena”. En una frase que
ha hecho fortuna, “la cultura es a la enseñanza lo que la vida política es al
conocimiento de la historia” (Gaëtan Picon).
Las ideas de
Torres Bodet ponen en relieve el debate que intenta dilucidar el vínculo entre
cultura y pueblo, la igualdad de las culturas, las condiciones de la creación,
y la función de la creación y de la innovación que controvierte constantemente
el status quo ante encarnado por el Estado.
El
antagonismo natural entre la libertad cultural y el orden social ha sido
secular. El orden social debe ser entendido como un activo, en tanto que
cualquier limitación a la libertad cultural, ahora bajo la tutela
constitucional, es contraria a su esencia. Toda evolución de la libertad
cultural entraña una evolución paralela de la sociedad. Toda restricción a la
libertad cultural tiende a debilitar a la sociedad y, paradójicamente, deviene
en un catalizador del movimiento que pretende neutralizar (Mesnard).
Toda nueva
institución o agencia cultural plantea una serie de cuestionamientos,
específicamente en lo que atañe a la elección de sus alternativas, a la
independencia tanto de la creación como de sus actividades. Torres Bodet, una
de las figuras preclaras del siglo XX mexicano, se adelantó a su tiempo:
privilegió la democratización cultural como una de sus prioridades y la
consideró la raison d’être de todas las instituciones del sector.
En nuestra
época, el artículo 4° párrafo 9° constitucional postula el acceso a la cultura,
lo que no tiene otro significado que reafirmar el principio republicano de
cultura para todos. El proceso de democratización cultural, también bajo la
tutela constitucional, implica la apertura para el acceso a nuestras
instituciones, a los sitios y a las expresiones culturales, mientras que la
democracia cultural conlleva el reconocimiento y la promoción de nuestra
diversidad cultural. Debe hacerse mención de que en este contexto la educación
artística se constituye como uno de los vectores de la democracia cultural.
Para resaltar lo obvio: un sistema democrático sin “demos” no solamente es una
contradicción en sus términos; es puramente “cratos”, Es decir poder.
La fórmula
de Torres Bodet rechazaba la definición autoritaria de cultura por la cúspide
burocrática; es la democracia cultural la que legitima la acción pública, y la
eficacia en la democratización de la cultura la que justifica el gasto de
dinero público. La cultura no es producto de un gobierno, cuya función debe
limitarse a favorecer su creación. Producto e instrumento de la evolución, la
cultura se aviene mal con el apparátchik; en el ámbito jurídico existe una
total inadecuación con el imperium de la ley.
El reclamo
de Torres Bodet era claro: evitar una autoridad cultural pública centralista,
que determinara lo que debe ser lo culturalmente sustentable, y evitar la
emergencia de una élite burocrática de agentes poderosos y potencialmente
arbitrarios.
La
centralización es un impedimento real al acceso de los mexicanos a la cultura.
Toda burocracia de la cultura resulta proclive a crear una superestructura que
deriva en una funcionalización de este sector, que diluye las responsabilidades
de cada agente, que tiende a justificar su propio funcionamiento y que
pervierte la vitalidad del sector cultural.
El dirigismo
cultural de Estado ha sido históricamente un gran fracaso que de manera
inexorable se redujo al academismo y e indujo a una letargia cultural que
resultan letales para la creación e innovación. Es precisamente el apparátchik
que tiende a imponer sus criterios culturales lo que desemboca
irremediablemente en una estancación cultural.
En este
relanzamiento del debate, Letras Libres, en su edición 173 correspondiente a
mayo, publicó una entrevista con el erudito francés Marc Fumaroli (L’État
culturel), miembro del Collège de France y uno de los grandes estudiosos de las
letras francesas de los siglos XVII y XVIII, y un ensayo de Antonio Ortuño
(Fonca: Mecenas rico de pueblo pobre).
En efecto,
el gran equívoco sería considerar que en los hechos la misión del gobierno
fuese la de un mecenazgo de Estado, cuya labor se reduciría a ser un simple
distribuidor de subvenciones entre los artistas y edificar un
Estado-providencia cultural en donde el arte sobreviviría gracias al respaldo
de los poderes públicos y a la cultura se le petrificaría como una religión,
acompasada con un catequismo correlativo de privilegios. Una de las funciones
primarias del Estado es convertirse en un facilitador al crear nuevos vínculos
sociales en el ámbito de la cultura.
A las ideas
anteriores habría que agregar la publicación de una miríada de excelentes
ensayos de Gabriel Zaid en la recopilación Dinero para la cultura (2013) que
han contribuido a enriquecer este debate, impostergable en nuestra época.
Del Estado
estético al Estado de cultura
Corresponde
a Marc Fumaroli, junto con Michel Schneider (La Comédie de la Culture) y Alain
Finkielkraut (La défaite de la pensée) controvertir, a partir del movimiento
del 68, los diferentes proyectos culturales franceses iniciados con André
Malraux (acción cultural), Jacques Duhamel (desarrollo cultural) y Jack Lang
(vitalismo cultural), quienes fueron ministros franceses del sector (Philippe
Urfalino).
Acotado al
ámbito francés, el mismo Fumaroli admite que, a finales del siglo XVIII e
inicios del XIX, cultura se escribió con k de kultur, lo que desliza una
crítica a este movimiento por su carácter pangermánico y hegemónico. Esto
obliga necesariamente a desplazar el análisis a Europa central.
En efecto,
el sintagma “Estado de cultura” tiene su origen en el “Estado estético”
postulado inicialmente por Friedrich Schiller en la vigésima séptima carta de
su obra Briefe über die ästhetische Erziehung des Menschen (Cartas sobre la
educación estética del ser humano), publicada en junio de 1795, y distinto obviamente
en su concepción del L’État Culturel de Fumaroli.
En esta obra
epistolar, Schiller propone un Estado estético en el que la voluntad individual
se someta a la voluntad general y en donde la belleza se constituya en el
elemento común de la sociedad. El arte, afirmaba Schiller, resulta necesario
para la cohesión de las sociedades.
El sintagma
Kulturstaat (Estado de cultura) aparece por primera ocasión en la obra de
Johann Gottliebe Fichte Die Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters (Los
caracteres de la Edad contemporánea), que compendia sus lecciones impartidas en
Berlín (1804-1805) y se inserta en la corriente del pensamiento idealista
alemán (José Gaos).
Fichte
sostenía que la finalidad de la especie humana es la cultura y que es el Estado
el que debe asegurarla, con lo que se concluye que el Estado tiene una clara
vocación y una misión culturales.
Desarrollado
por el pensamiento alemán durante el siglo XIX, en la actualidad el debate
sobre el Kulturstaat ha sido continuado, entre otros muchos, por Peter Häberle,
profesor emérito de la Universidad de Bayreuth, Alemania, jurista de gran
influencia en el pensamiento constitucional, no solamente mexicano sino
hispanoamericano. Ahora, en México, la reforma del artículo 4° párrafo 9°
constitucional incorpora este sintagma que determina la postura del Estado
frente a la creación y a la innovación, y es a partir del texto constitucional
que éste se encuentra obligado a desarrollar su acción pública cultural.
La “cultura
mainstream”
A Torres
Bodet el mundo del internet le fue extraño, medio éste que ha resultado ser
diaspórico por excelencia, tanto en su producción y en sus alcances como en sus
posibilidades de construir. El internet no sólo es capaz de crear una
conciencia diaspórica, sino una comunidad virtual en donde se desvanece
cualquier política pública de cultura. En este medio la función del tropo
“comunidad” adquiere diferentes significados (Anabelle Sreberny).
Aun en este
contexto, los planteamientos sociales de Torres Bodet continúan vigentes, pero
bajo una perspectiva distinta: la forma en la que acceden las clases populares
mexicanas a la cultura.
La cultura
mainstream es polisémica y multiforme. Su primera referencia obligada en
nuestra región es la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del
Norte, en la que, por iniciativa de Canadá, se excluyeron del ámbito del
acuerdo las industrias culturales, con arreglo en la fórmula conocida como
excepción cultural. Esta fórmula, sobre todo en el ámbito audiovisual y en la
industria del libro, es la que, según se anticipa, hará valer la Unión Europea
en las negociaciones del tratado de libre comercio con los Estados Unidos que
la rechazan por considerarla restrictiva del libre comercio.
La cultura
mainstream o de mercado (Martel) es dominante, formateada y uniforme, dirigida
a un público de masas que se compone de una sociedad homogénea altamente
consumidora de productos culturales, especialmente de los elaborados por los
Estados Unidos.
Lo relevante
de nuestra época es que la cultura de mercado se encuentra reforzada por las
posibilidades de segmentación y de interactividad infinitas que ofrecen las
nuevas tecnologías. Esta novedosa evolución de la cultura mainstream asegura su
hegemonía en el futuro inmediato; es parte del soft power estadunidense (Joseph
Nye) fundamentado en la atracción y no en la coerción a través de la
propagación de sus valores. A este soft power, aunado al hard power, se le ha
denominado en la política estadunidense como smart power: combinación de fuerza
y persuasión. En la competencia universal, no solamente los gobiernos, sino
también los consorcios, específicamente en el ámbito audiovisual, están en la
búsqueda afanosa del control del soft power.
El debate en
nuestra época se centra en los productos culturales, pero también en los
servicios. Existe un desplazamiento real de una cultura de productos a una
cultura de servicios. El debate ahora es en torno a los contenidos y los
formatos culturales que tienden a hacerse universales.
En la
cultura la competencia aguerrida es por la conquista del mercado a través del
audiovisual: el cine, la música y el libro; lo es de intercambio de contenidos
a través del internet. La cultura mainstream revela una competencia por el
control de las imágenes (Martel), y –habría que agregar– de los sueños y de las
fantasías por parte de los países dominantes sobre los países emergentes, en
especial los que acusan una penuria en la producción de bienes y servicios
culturales.
Ahora junto
a Hollywood alternan Bollywood en India, Nollywood en Nigeria y Al Jazeera en
Medio Oriente, entre otros muchos. Esto ha hecho variar la noción misma de
industrias culturales y de empresas culturales, todo un oxímoron por el de
industrias de contenido o creativas, consecuencia de la imbricación de la
cultura, los medios y el internet.
En México,
como en Europa, se manifiesta una reticencia significativa por el modelo
estadunidense, lo que no ocurre en gran parte del mundo. En Seúl, Taipei y en
el mismo Hong Kong hay una clara preocupación por la hegemonía china y
japonesa; en Tokio y en Mumbai por la expansión china, y así sucesivamente.
En nuestro
entorno se ha simplificado mucho la imposición del modelo estadunidense, que,
de serlo, presupondría una acción unilateral y de un solo sentido. Más que de
una imposición, se trata de una expansión y dominancia del mercado. La
reivindicación cultural de la americanidad sencillamente no existe. Sus
industrias creativas o de contenido emplean indistintamente productos
estadunidenses o locales que se formatean conforme a las necesidades del
mercado; describen simultáneamente procesos de homogeneización y de
heterogeneización cuya viabilidad proviene de su composición social de
inmigración, de culturas, de religiones y de lenguas, y con grandes tensiones
sociales internas pero que ha sido capaz de predicar un diálogo cultural. Por
ello no es de sorprender que las capitales exógenas de la cultura latina sean
Los Ángeles o Miami.
El
diagnóstico de la sociedad mexicana no es promisorio. Por una parte las clases
populares mexicanas, culturalmente estandarizadas, están sujetas a un proceso
de uniformidad cultural sin precedentes y expuestas irremisiblemente a los
productos de las industrias creativas, fundamentalmente estadunidenses, en
grave perjuicio de la genuina creatividad mexicana y, por la otra, a la defensa
de un paraíso cultural que tiene como vértice la grandeza precolombina y
colonial, de la que somos depositarios, siempre en constante acoso. No se
requiere de una gran imaginación para visualizar que esta sórdida y soterrada
batalla de fuerzas asimétricas le es totalmente adversa a la cultura mexicana.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon
Assas. (Proceso)