Los buenos
libros de historia
Pedro Salmerón
Sanginés* /II
En mi anterior artículo
iniciamos la presentación de 30 libros de historia ejemplares
por la investigación en que se sustentan, su buena factura
y sus aportes a la comprensión del pasado y el presente de México,
con base en el libro coordinado por Evelia Trejo y Álvaro
Matute Escribir la historia en el siglo XX. Continuamos hoy con autores que
pretendían comprender el pasado para explicar
el presente y, por lo tanto, se abstenían de juzgar la historia con criterios
del presente (he ahí otros criterios para distinguir un
buen libro de un panfleto ideológico). Una generación
de profesionales que introdujeron nuevos temas y metodologías.
Empecemos con
Justino Fernández, quien en 1952 publicó
Coatlicue y en 1954 Arte moderno y contemporáneo
de México. Si Coatlicue es un manifiesto estético
que abre los ojos a la relatividad (historicidad) de la idea de belleza, en la
segunda obra muestra cómo se inauguró
en México la historia del arte a partir de la discusión
de ideas como estilo, personalidad y sentido, que hacen de la producción
artística un espejo de la idea que de sí
misma tiene una nación, una forma de entender la realidad y
de situarse frente a ella. Otro fundador de escuela fue José
Miranda, que en Las ideas y las instituciones políticas
mexicanas, 1521-1820 (1952), relacionó las instituciones económicas
y políticas con las ideas europeas
trasplantadas a la Nueva España, mostrando cómo
el mundo de las ideas se desprende de la realidad cotidiana. Su trabajo fue
punto de partida para muchos historiadores y, aunque poco conocido fuera de la
academia, es fundamental para entender los tres siglos de la dominación
española.
De un impacto más
evidente fue la revolución que en los estudios del pasado indígena
significaron la Historia de la literatura náhuatl
(1953-1954), de Ángel María
Garibay, y La filosofía náhuatl
estudiada en sus fuentes (1956), de Miguel León-Portilla.
Hasta entonces sólo un puñado
de eruditos conocían la poesía
indígena y un puñado de arqueólogos
estudiaban nuestro pasado prehispánico. Estos libros pusieron al alcance
del gran público la poética,
la épica, la dramática náhuatl
y la interpretación de su significado. En buena medida
gracias a ellos, los estudios del pasado indígena
dejaron de ser una curiosidad para convertirse en una necesidad nacional. Entre
el puñado de arqueólogos
e historiadores contemporáneos del padre Garibay destaca Alfonso
Caso, de quien se seleccionó su obra póstuma,
Reyes y reinos de la mixteca (1977, completada y publicada por Ignacio Bernal),
libro resultante de décadas de trabajo con los códices
mixtecos y muchas otras fuentes, para presentar apenas un esbozo inicial, pero
abarcador y comprensivo, de la historia mixteca.
En los albores de la
profesionalización de los estudios históricos
y filosóficos, se impulsaron obras colectivas
de enorme aliento: en el primer terreno, el Grupo Hiperión
se propuso la titánica tarea de elucidar el ser del
mexicano; en el segundo, un equipo coordinado por Daniel Cosío
Villegas presentó la más
ambiciosa obra colectiva, totalizadora, sobre un periodo completo de nuestra
historia. El historiador del Grupo Hiperión Luis Villoro propuso en El proceso
ideológico de la revolución
de Independencia (1953, con otro título) caminos desacostumbrados para
entender a los actores sociales colectivos, en el momento en que algunos
hombres y mujeres decidían inventar este país.
A su vez, dentro de la colectiva y monumental Historia moderna de México
(1955-1972), los tres tomos escritos por Cosío
Villegas sobre la vida política de 1867 a 1911, constituyen un
ejemplo de investigación exhaustiva e interpretación
original y rigurosa. Ahora bien, si al lector le asustan las 3 mil páginas
de don Daniel, puede optar por las Llamadas, pequeño
volumen publicado por separado en el que puede tenerse una idea general de las
aportaciones de la obra completa.
Cerremos este artículo
con El liberalismo mexicano (1957), de Jesús Reyes Heroles, en el que un político
(del que se dice que pudo ser presidente, pero no quiso) busca con rara
honestidad y singular erudición el sustento ideológico
de su actuación pública.
El rigor y la
honestidad en el manejo y la confrontación de las fuentes, la exhaustividad de
investigaciones de muchos años y la riqueza y novedad de la
interpretación son elementos comunes a estos libros,
verdaderos modelos del trabajo de los historiadores dignos de ese título.
Nota. Este lunes 4
de marzo, a las 19 horas iniciamos en Casa Lamm (gracias a Ángel
Guerra y La Jornada) el ciclo de mesas Nuevas interpretaciones de nuestra
historia. Entrada libre. * Historiador. Publicado en La Jornada
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