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viernes, 12 de octubre de 2012


El pensamiento libre de las academias
José Elías Romero Apis*

La semana pasada me reuní con los presidentes de varias de las academias nacionales de mayor antigüedad. La mexicana, nuestra ilustre Academia Nacional, es la más joven del mundo. Pero, también, una de las de pensamiento más moderno. He aquí el reto del ensamble entre la preservación del conocimiento al mismo tiempo que su renovación o hasta su regeneración.

Las academias nacionales de todos los países nacieron y se explican para el establecimiento de un espacio para que el pensamiento fuera independiente del poder político, del apetito económico y del interés faccioso y, con ello, hacerlo libre de todo sometimiento, de todo acomodamiento y de todo miedo.

Este recorrido se inició hace más de 400 años cuando Galileo Galilei y Federico Cesi fundaron la Academia de Italia, el cardenal Richelieu estableció la Academia Francesa y, poco más tarde, Carlos Darwin haría lo propio con la Royal Society. La Academia Nacional de Estados Unidos sería fundada por Abraham Lincoln dos y medio siglos después, en plena Guerra Civil, con los fines liberales que hemos mencionado.

Un poco antes, los mexicanos fundaríamos, en 1836, la Academia de Letrán, iniciativa de Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez El Nigromante y José María Lafragua, pero presidida, hasta su muerte, por Andrés Quintana Roo. Más tarde, el Ateneo de México, fundado a iniciativa de Justo Sierra y presidido por Alfonso Reyes. Hoy, la Academia Nacional es la heredera de aquéllas.

Nunca como hoy, los hombres hemos estado tan informados, tan tecnificados, tan entrenados, tan preparados y tan capacitados para el logro de la perfección social. Y, sin embargo, nunca hemos estado tan cerca de la deshumanización en aras de la sistematización. Tan cerca de depositar en otros la generación de nuestras propias ideas y el ejercicio de nuestras exclusivas  potestades. Y de acercar a la especie, toda, al precipicio de una irreversible decadencia.

Comenté con nuestros colegas que, si viviéramos dentro de cien años, estoy seguro que podríamos calificar al siglo XXI como el siglo del revisionismo. Hoy, todo lo tenemos en duda y, dentro de unos años, esto será el espíritu de la humanidad. Ya no sólo dudamos del futuro, como lo han hecho todas las generaciones través de los siglos sino que, también, dudamos de la historia. Ya no siempre creemos que ésta haya sido como nos la han contado.

Está en duda y en revisión desde la política hasta la religión. En lo primero, existen dudas razonables sobre la permanencia del Estado. Somos muchos los que creemos que, dentro de cien años, habrá cambiado la noción del Estado o, incluso, habrá cambiado el Estado. Muchos se cuestionan si la soberanía, la libertad o la democracia deben avanzar o retroceder. Lo diré directo: si sirven al hombre o lo perjudican. Pero, incluso, muchos otros piensan que la soberanía, la libertad y la democracia no se inventaron para servir al hombre. Que tan sólo son un lema de basamento social, no de bienestar individual. Repito que la ciencia no es cínica. Muchas veces es tan sólo despiadada. Esto estará sujeto a revisión en este siglo.

Decíamos del revisionismo religioso, tan sólo como otro ejemplo. Muchas voces creyentes en la más importante religión de occidente han puesto en duda hasta el celibato de su Dios. Literatura y cinematografía actuales sugieren que un concilio de hace 17 siglos cambió la historia de su religión en muchas ideas. Esta revisión no es un tema de historia sino de futuro. Lo que resuelvan en este siglo, tan sólo con el estado marital de su Dios, tendrá que ver con el celibato de sus sacerdotes y con la igualdad de género en el ejercicio sacerdotal.

¿Y qué podríamos decir de la revisión de la cultura, de la educación, de la salud, de la comunicación, de la guerra, de la moral o de la vida misma?

Pero, sobre todo, en nuestro coloquio en Roma, coincidimos en que ya no sólo buscamos una filosofía del conocimiento sino una técnica del conocimiento. Ya no sólo queremos saber lo que son las cosas o las ideas sino, además, para qué sirven, cómo se manejan y cómo se mejoran. Ya no sólo interesarnos en el “qué” sino, además, en el “cómo”.

Por fortuna, el pensamiento libre de la academia, unido a la acción creadora de la política, puede mostrarnos el camino. Parafraseando a Marguerite Yourcenar, podríamos considerar que, cuando dos ideas se contraponen, lo mejor es armonizar ambas con las riquezas de cada una, pero nunca destruir a la una con las razones de la otra. Esa dialéctica de victoria o muerte es la negación del pensamiento, del conocimiento y, por consecuencia, de la verdad.

Por eso digo que nos faltan, no muchos años ni muchos sexenios, sino muchas generaciones para llegar a ser lo que queremos ser.  Pero no nos preocupe tanto el tiempo porque las academias nacionales trabajan para los siglos, no para los sexenios.
Político y abogado. Presidente de la Academia Nacional, A. C. w989298@prodigy.net.mx
Twitter: @jeromeroapis Publicado en Excélsior.

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