UNAM: ¿quién se beneficia?
Adolfo
Sánchez Rebolledo
No es la
primera vez que una corriente radical, y lo pongo deliberadamente entre
comillas, toma la rectoría de la UNAM para alcanzar sus fines. En 1966, por
ejemplo, el grupo dirigente de la sociedad de alumnos de Derecho, encabezado
por el hijo del gobernador Sánchez Celis de Sinaloa, se apoyó en un sector de
la izquierda universitaria con el objetivo declarado de poner un alto al
autoritarismo del doctor Ignacio Chávez, figura emblemática de la medicina
mexicana e internacional que había caído de la gracia del poder presidencial.
La inconformidad comenzó cuando dos líderes estudiantiles, el susodicho
Leopoldo Sánchez Duarte y su colega Espiridión Payán, protestaron por la
eventual relección de César Sepúlveda, director de la Facultad de Leyes.
Exigían su renuncia y la derogación del artículo 82, que establece que la UNAM
puede expulsar a cualquier indisciplinado (sic), relata Elena Poniatowska en su
entrañable Homenaje a un gran hombre: Guillermo Haro, publicado aquí el 9 de
diciembre de 2012. Pero el asunto no se detuvo en los primeros escarceos y la
huelga iniciada en Derecho se extendió a otras escuelas bajo la bandera del
pase automático y la derogación de diversas medidas adoptadas por el rector. El
26 de abril de 1966, continúa narrando Elena, los estudiantes anunciaron que
tomarían la torre de rectoría. Chávez citó a los directores de escuelas,
facultades e institutos. Trescientos jóvenes se apostaron en torno a la torre,
cerraron los accesos con 25 camiones secuestrados y a las 2 de la tarde
subieron al séptimo piso e insultaron al rector. En verdad, querían vejarlo,
pero en el límite lo impidieron sus colaboradores, entre ellos Rosario
Castellanos, Mario de la Cueva y el propio Guillermo Haro, que estaban
presentes. Atropellada la dignidad humana del rector, la comunidad
universitaria unió filas y rechazó la provocación. Pero el daño ya estaba
hecho.
Tiempo
después de esos lamentables episodios, durante una comida de los corresponsales
extranjeros con el jefe de prensa de la Presidencia, un joven reportero
brasileño le preguntó a Galindo Ochoa:
–Don
Francisco, ¿podría explicarme por qué el gobierno del presidente Díaz Ordaz no
acudió al llamado de auxilio del rector Chávez?
–¿Cuánto
tiempo lleva en México? –replicó Galindo.
–Seis meses,
señor.
–Bueno.
Cuando lleve un año me vuelve a preguntar.
Las
carcajadas en el salón hicieron sonrojar al brasileño por su ingenuidad.
Si en 1966
la fuerza de choque estuvo pagada por el gobernador de Sinaloa, en 1972 Miguel
Castro Bustos y el pintor Mario Falcón tomaron la rectoría a la cabeza de un
grupo de normalistas que exigían al rector Pablo González Casanova la
inscripción en la UNAM, aun cuando la instancia académica correspondiente había
declarado que no reunían las condiciones para ello. Vivimos luego un extraño
episodio de locura y provocación, en el que menudearon los actos violentos y la
irracionalidad. Pero entonces, como en 1966, la aparente radicalidad del
movimiento ocultaba sus verdaderos objetivos: destruir a la universidad,
desprestigiarla como ingobernable y, en definitiva, impedir que la izquierda
proveniente del 68 se recuperara tras el diazordacismo. Al final se supo que el
cacique guerrerense Rubén Figueroa era uno de los que alimentaban al pequeño
grupo lumpenesco arropado por el izquierdismo que apareció como algo natural en
el contexto de la fragmentación del movimiento estudiantil, condenado a vivir
en el gueto universitario luego de años de dura represión.
Al parecer
ese es el patrón de ciertos movimientos espontáneos para los cuales los fines
son menos importantes que los métodos para alcanzarlos. Apoyados en un discurso
sin luces pero victimista, pretendidamente revolucionario, su interés mayor
interés está en conseguir que la protesta (generalmente minoritaria) escale
sumando causas que les permitan negociar desde posiciones de fuerza. Se
presentan como reacciones justificadas ante otros actos o situaciones objetivas
(la pobreza, el desempleo juvenil, la brecha educativa), aunque aun para ellos
resulte muy difícil explicar cómo se corresponden las necesidades y las
aspiraciones de las masas con el despliegue no siempre simbólico de la
violencia que los anuncia y acompaña (véase el expediente de los sancionados en
Naucalpan).
En la mejor
de las hipótesis esperan articular sus acciones con otras muestras de malestar
popular sin pasar por la vía de la organización política, con el fin de
impulsar un movimiento de masas ascendente que debe culminar cambiando la
correlación de fuerzas a favor de las bases. Desde luego que siempre hay gente
convencida o engañada que no aceptaría manipulación alguna, pero es evidente
que esta idea de la revolución deseable fuera de la política y al margen de
toda legalidad, esa vuelta a la bola como expresión del México bronco y
profundo, es una versión de la vieja postura del todo o nada que por décadas ha
destruido las oportunidades de los movimientos sociales para crecer y
convertirse en fuerzas estables a favor de las mayorías.
Pero en el
peor de los casos, como se vio en 1966 o en 1972, detrás del ruido de los
estudiantes embozados tras el radicalismo justiciero hay también fuerzas
interesadas en trastocar la posición institucional de la universidad en el
juego de fuerzas del Estado. ¿Puede extrañarnos después de lo visto el primero
de diciembre con el famoso grupo que actuó impunemente como una banda de
provocadores? ¿Al servicio de quién? ¿Quién se beneficia creando una crisis en
la UNAM?
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