El
educador debe provocar el deseo de aprender: Philippe Meirieu
REDACCIÓN
“No nos podemos contentar con dar de
beber a quienes ya tienen sed. También hay que dar sed a quienes no quieren
beber”. Así
reivindica Phillippe Meirieu, pedagogo francés,
el derecho de todos los niños a aprender y la responsabilidad de
los educadores de garantizarlo. No basta con enseñar.
No basta con dar respuestas. Hay que provocar en los alumnos el deseo de
aprender y de formularse preguntas. Y hacerlo codo con codo, acompañándolos
a lo largo de toda la escolaridad y ayudándolos a encontrar tiempos de reflexión
y concentración en una época
en la que están “sobre informados”
y “sobreexcitados”.
¿Cuál es el principal problema de la
educación hoy?
Diría
que los países occidentales, al democratizar el
acceso a la escuela, no han sabido simultáneamente democratizar el éxito
escolar. Simplemente han abierto las puertas, pero, una vez que los niños
que estaban excluidos de la escuela han entrado en ella, no se ha comprendido
que quizás hacía
falta modificarla para darles los medios para prosperar. Esto ha desembocado en
una paradoja: aquellos que tradicionalmente eran víctimas
de la exclusión escolar se han vuelto culpables de su
propio fracaso. Y esto ha engendrado en los niños
y sus familias una forma de rencor social mezclada con el sentimiento de
haberse equivocado, porque se les ha dicho “venid”,
“entrad”, pero no se ha procurado que en el
interior encuentren su sitio y prosperen.
¿Ésta debe ser, por tanto, la prioridad
de los sistemas educativos?
En el sistema francés
tenemos aproximadamente entre un 20% y un 25% de gran fracaso escolar, y esto
quiere decir que hay entre un 20% y un 25% de ciudadanos que no están
en condiciones de participar en la vida democrática,
lo cual es extremadamente grave. Diría que éste
es el principal problema institucional y que, en cierta manera, debemos
traducirlo en un problema pedagógico. Para mí,
la prioridad es pedagógica, es decir, dado que estos alumnos
están dentro de la escuela, qué
hacemos para que no estén sistemáticamente
relegados al fracaso.
¿Qué hay que hacer?
Pienso que hace
falta interrogarse sobre la obsolescencia del modelo tradicional que constituye
la clase, es decir, un grupo de unas 30 personas que hacen la misma cosa al
mismo tiempo y dentro del cual hay extremadamente poco trabajo de acompañamiento
individual.
La clase fue
perfectamente adaptada al sistema escolar a finales del siglo XIX. Hoy, la
clase se ha convertido en un freno a la evolución
del sistema escolar; por una parte, porque hay actividades que deben hacerse
con grupos más numerosos y, por otra parte, y sobre
todo, porque lo que necesitan los alumnos con grandes dificultades es el apoyo
individual, tiempos de acompañamiento personal, tiempos que permiten
a los enseñantes detectar y remediar esas
dificultades. Este acompañamiento personal de los alumnos es algo
absolutamente fundamental.
¿Y no se hace?
Nuestros sistemas no
lo saben hacer bien y, en general, lo delegan, desgraciadamente, ya sea en los
padres, ya sea en clases privadas fuera de la escuela. Etimológicamente
el pedagogo es aquel que acompaña al niño,
y me parece que lo que hoy en día les hace falta a algunos niños
es estar acompañados, no dejarlos ahí
donde están, sino escuchar sus dificultades, comprender sus problemas y estar a su lado a
lo largo de toda su escolaridad.
Algunas familias lo
hacían con sus hijos, y lo sigue haciendo, pero hay muchos
alumnos para quienes este acompañamiento familiar no existe y para
quienes me parece totalmente necesario que la escuela acometa esta tarea.
También
es un gran defensor del trabajo en grupo.
Sí,
no es del todo contradictorio. Al contrario, es necesario que la escuela tenga
tiempos colectivos en los que el alumno aprenda a participar en un grupo, y que
los articule con los tiempos más individualizados. Pero la
individualización se puede hacer colectivamente. Si,
por ejemplo, en una clase hay cuatro niños un poco más
tímidos, que no saben expresarse oralmente, la individualización
consistirá en juntar a estos cuatro alumnos para
permitirles expresarse juntos y ayudarlos a desinhibirse. Pero, más
allá de estos casos, la escuela es un sitio en el que debe haber
grupos articulados en función de proyectos.
¿A qué
se refiere?
Debe haber tiempos
colectivos con grupos incluso más importantes que el grupo clase
habitual, pero debe haber también tiempos individuales y tiempos en
pequeño grupo. Yo veo la escuela como un
lugar en el que se hacen conferencias u obras de teatro con grupos muy
numerosos, un centenar de alumnos y alumnas, por ejemplo; pero donde también
hay grupos de cuatro o cinco para hacer lenguas vivas de una manera
interesante, y grupos de experiencias en física o en biología,
en los que no son más de diez, y también
las clases tradicionales, en las que son unos 30. Es necesario multiplicar los
tipos de reagrupamiento en función de los objetivos de aprendizaje. Pero
para que esta multiplicación no sea una dispersión,
es preciso que haya un seguimiento, y que cada alumno tenga como referente a
una persona adulta a la que pueda dirigirse y que, en cierto modo, reflexione y
coordine su escolaridad. Por esto decía que la noción
de clase se convierte en un obstáculo.
Y lo que usted
propone es flexibilizarla.
Sí,
hace falta diversificar las formas de enseñanza para que cada cual pueda encontrar
sitios, marcos, que puedan ayudarlo a superar los problemas a los que se
enfrenta. Pero a lo largo de toda la vida escolar, incluso en la universidad. Y
en este sentido es fundamental desarrollar ese acompañamiento
personal del que hablaba. No será suficiente, pero es, en mi opinión,
absolutamente indispensable.
¿Qué más hace falta?
Si se quiere luchar
contra el fracaso escolar, más allá
de esta necesaria personalización de la pedagogía,
hace falta reflexionar sobre lo que se podría
llamar un nuevo tipo de relación con el saber. Se trata de procurar
que los alumnos con grandes dificultades perciban el interés
de aprender, de invertir su energía en la escuela, de movilizarse por el
trabajo escolar. Hoy los alumnos con fracaso son alumnos para quienes el
trabajo escolar no tiene ningún sentido. Y lo importante, me parece,
es dar sentido al trabajo escolar.
Usted dice que lo
que moviliza a un alumno es el deseo, que no hay aprendizaje sin deseo…
Sí,
por supuesto, no hay aprendizaje sin deseo. Pero el deseo no es espontáneo.
El deseo no viene solo, el deseo hay que hacerlo nacer.
¿Cómo?
Es responsabilidad
del educador hacer emerger el deseo de aprender. Es el educador quien debe
crear situaciones que favorezcan la emergencia de este deseo. El enseñante
no puede desear en lugar del alumno, pero puede crear situaciones favorables
para que emerja el deseo. Estas situaciones serán
más favorables si son diversificadas, variadas, estimulantes
intelectualmente y activas, es decir, que pondrán
al alumno en la posición de actuar y no simplemente en la
posición de recibir. Y pienso que corresponde a
la escuela reflexionar seriamente sobre esta respon sabili dad. No nos podemos
contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed. También
hay que dar sed a quienes no quieren beber. Y dar sed a quienes no quieren
beber es crear situaciones favorables.
¿Qué tipo de situaciones? ¿Se
refiere a lo que usted llama la situaciónproblema?
Sí,
me refiero a situaciones en las que hay un proyecto, una dificultad, lo que yo
llamo un obstáculo, un misterio por resolver…
¿Por ejemplo?
Imaginemos que
propongo a alumnos de doce o trece años realizar un proyecto que consiste en
construir una maqueta de una ciudad romana. Nos encontraremos con un cierto número
de problemas: hay que ir a ver el plano de una ciudad romana, encontrar textos
que la describan, trabajar la proporcionalidad, trabajar los materiales y
decidir con qué la haremos y cómo
la haremos… van apareciendo una multitud de
problemas. Y el papel del enseñante es encontrar el proyecto que hará
emerger problemas que permitirán construir conocimiento.
De modo que para
generar el deseo hace falta generar antes problemas. La trilogía
fuerte con la que trabajo con los enseñantes es proyecto-problemarecursos. Es
decir, hay un proyecto, se descubren dificultades, problemas, y a partir de ahí
se van a buscar los recursos. Porque, en el fondo, lo que da sentido a lo que
se hace es la respuesta a una pregunta. Y el alumno sólo
aprende si esta respuesta corresponde realmente a un problema que él
ha descubierto y a una pregunta que él ha podido formularse. Si le damos respuestas
sin ayudarlo nunca a ver a qué responde, el alumno no puede tener
deseo de aprender.
¿Cree que se dan demasiadas respuestas
en la escuela?
Muy a menudo la
escuela da respuestas sin ayudar a formularse preguntas, da respuestas sin
preguntas, mientras que el niño aprende buscando respuestas a las
preguntas que se formula. Y creo que es necesario restituir esto a la escuela,
un saber vivo, es decir, un saber que no está
osificado, fosilizado, sino un saber dinámico, que aporta algo, y en tanto que aporta
algo es emancipador. No es un objeto del que el alumno se tiene que apropiar
para devolverlo el día del examen, no es esto en absoluto.
Es un saber que rige el deseo de saber todavía
más. El aprendizaje genera nuevas preguntas. Y el objetivo de
la escuela es hacer emerger preguntas.
Ha escrito
recientemente en un artículo que hoy en día
los niños y los jóvenes
están “sobreexcitados”
y “sobre informados”. ¿Es más
difícil hacerles emerger el deseo de aprender?
Los niños
de hoy en día son muy curiosos, pero viven en una
sociedad en la que hay una aceleración fantástica,
estimulaciones extraordinarias, un estrés considerable y también
una fatiga psicológica y física;
se sabe que los niños en la escuela están
cansados, duermen cada vez menos. No hay disminución
ni de su nivel ni de su cultura, pues hoy conocen muchas más
cosas, aunque sea un poco más superficialmente. En cambio, sí
hay una disminución de la capacidad de atención,
de concentración y de focalización
porque viven en la sociedad del zapping y reciben una cantidad considerable de
información. Podríamos
decir, tomando una metáfora conocida, que el espíritu
de un individuo es como una biblioteca. Hace 50 años
dentro de la biblioteca mental de los niños poníamos
cinco o seis libros al año, y estos libros eran leídos
y atentamente trabajados página por página.
¿Y hoy?
Hoy la biblioteca
mental de nuestros alumnos parece mi buzón cuando estoy ausente quince días.
Hay de todo, y va llegando todos los días en cantidades extraordinarias, y
antes incluso de que uno haya podido mirar qué
hay de importante, llegan otras cosas, a través
de la tele, el teléfono, la radio, la publicidad, los
compañeros…
de todas partes. Y, por tanto, el niño está
en un estado a la vez de sobreinformación y de sobreexcitación.
También
en la escuela.
Sí,
las clases son hoy en día sitios donde hay más
tensión y menos atención.
Y es evidente que esto causa problemas a los enseñantes.
El peligro es que hay quien piensa que basta con gritar, con ser autoritario,
mientras que en realidad es mucho más difícil
que esto. Lo que hace falta, pienso yo, es crear marcos, situaciones, que
permitan a los niños aprender a hacer aquello que no
hacen delante del televisor, es decir, a concentrarse, a estar atentos, a
trabajar sobre cosas que requieren tiempo y hacer del tiempo un aliado y no un
adversario, es decir, no estar en la inmediatez.
¿Es por esto que usted dice que hace
falta pasar del deseo de saber al deseo de…?
De aprender. Sí,
es decir, tomarse tiempo, hace falta tomarse tiempo. El problema hoy en día
es la temporalidad. Estamos en la sociedad de lo inmediato, en la sociedad de “lo
quiero todo enseguida”. Es un progreso respecto a toda una
serie de cosas antiguas, pero es también el origen de dificultades nuevas de
las que hace falta tomar conciencia porque la inmediatez no favorece la reflexión,
ni la elaboración de un pensamiento complejo, ni
tomarse el tiempo necesario para hacer las cosas.
¿Y cree que los profesores escapan a
esta realidad?
No. Es por esto que
son necesarias instituciones como la escuela. La escuela es una institución,
no es un servicio; es un lugar que tiene reglas. A este respecto, la escuela es
como una sala de conciertos, un tribunal o un teatro, es decir, debe haber
rituales que hagan que quienes entren, sean enseñantes
o sean alumnos, escapen en parte de la presión
del entorno. Es decir, que el marco escolar debe estar estructurado, concebido
o construido para las actividades que ahí se desarrollan. Es necesario que al
entrar en la escuela pase alguna cosa en el plano mental que haga que uno entre
en un lugar particular.
¿Cómo se consigue?
No soy en absoluto
nostálgico de los rituales de antaño,
que ya no sirven, pero estoy convencido de que es necesario reconstruir
rituales escolares adaptados a la modernidad. Pienso, por ejemplo, en la
escuela maternal o infantil. Una clase de infantil es un lugar
extraordinariamente prometedor, pero a medida que los niños
crecen ese lugar se diluye y se convierte, en particular en Secundaria, en una
especie de lugar sin fronteras, sin marco, sin reglas, sin estructura…
que no favorece el trabajo intelectual. Hay que tomar ejemplo de lo que pasa en
la escuela infantil más que de lo que pasa en la universidad.
Es decir, crear lugares en los que cuando uno entra le dan ganas de hacer
cosas, y que al mismo tiempo reúnen las condiciones para hacer las
cosas que precisamente hay que hacer en ese lugar, es decir, trabajar,
aprender, reflexionar, hacer música, danza…
todo lo que se debe aprender en la escuela.
¿Cree que la música
y la danza, o las enseñanzas artísticas
en general, pueden ayudar a centrar la atención
del alumnado?
No es la única
manera, pero puede ayudar porque la educación
artística tiene un doble interés.
Por una parte, favorece la concentración; hay una expresión
de un filósofo que dice que el rol de la educación
artística es la inversión de la dispersión.
Por otra parte, favorece lo que llamaría la sublimación
de nuestros impulsos. El arte es una manera extraordinariamente positiva desde
el origen de los tiempos para que los impulsos interiores, que pueden ser a
veces violentos, muy individuales, egoístas, etc., sean transformados de
manera creativa. El arte permite expresar la violencia sin que sea destructiva
para los demás.
¿Cómo debe ser la relación
entre el profesor y el alumno?
Yo pienso que cada
vez más debe pasar de ser cara a cara a ser
codo con codo. Esto no quiere decir que el profesor renuncie a su saber ni a su
autoridad. Los alumnos son perfectamente conscientes de que el profesor tiene
saberes y una autoridad que ellos no tienen. De lo que se trata es de estar con
el otro, y concretamente de estar al lado del proceso y no del resultado.
¿Qué quiere decir?
Cuando digo estar al
lado del proceso y no del resultado quiero decir no contentarse con transmitir
un saber como un paquete, es decir, estar en el lado del aprendizaje y no de la
enseñanza. Muy a menudo los enseñantes
piensan que basta con enseñar para que los alumnos aprendan. Lo
que yo creo es que hace falta estar del lado del aprendizaje, es decir, hace
falta comprender qué pasa en la cabeza del que aprende. Es
la razón por la cual digo a menudo a los enseñantes
con los que trabajo que no hace falta preguntarse antes de entrar en una clase
qué diremos a los alumnos, hace falta preguntarse qué
les haremos hacer para que aprendan alguna cosa, qué
actividad les vamos a proponer para permitirles acceder a un saber y estar a su
lado para ayudarlos y, a la vez, exigirles.
¿Piensa que el profesor debe ser muy
exigente?
Creo mucho en la
exigencia, pienso que es muy importante para el enseñante.
Pero también pienso que no se puede ser
verdaderamente exigente si no se ayuda al mismo tiempo. La exigencia no es aceptable
por el niño, si aquel que es exigente no está
en una posición de ayuda. Creo que a los alumnos les
gustan los enseñantes exigentes, con la condición
de que sean solidarios, ya que la exigencia debe fundarse en la solidaridad.
Por ejemplo, un entrenador deportivo es muy exigente con un equipo, pero esta
exigencia es por solidaridad.
¿El profesor debe ser, pues, como un
entrenador deportivo?
Sí,
es decir, muy exigente, pero por solidaridad. Debe ser aquel que entrena para
que cada cual dé lo mejor de sí
mismo y pueda estar orgulloso de lo que da. Muy a menudo los alumnos con
dificultades son aquellos que nunca se han sentido orgullosos. Se dice que un
alumno fracasa porque no está motivado. Y yo pienso que es al revés,
que los alumnos no están motivados porque fracasan. Porque
cuando un alumno está orgulloso de lo que ha hecho, cuando
se ha conseguido hacerle hacer alguna cosa de la que puede estar orgulloso,
entonces se siente motivado. La humillación desmotiva, mientras que el orgullo
motiva. Si somos capaces de hacer que los alumnos se sientan orgullosos, estarán
motivados.
¿Ve a los profesores jóvenes
motivados?
No siempre. Las
encuestas de las que disponemos muestran que los jóvenes
enseñantes están angustiados y tienen miedo, en
particular, de las cuestiones que tienen que ver con la disciplina y las
relaciones con las familias. Por tanto, los profesores hoy en día
no son necesariamente más felices cuando empiezan a trabajar.
Además, los profesores jóvenes en Francia son menos ideólogos
y más pragmáticos. Antes, ser profesor en Francia
era mucho más un oficio de compromiso ideológico
y político. Hoy es quizás
más un oficio en el que se es más
pragmático, más
práctico.
¿Esto es malo?
Hay un poco una
banalización del oficio y ya no es tanto una vocación.
Esto es malo y bueno a la vez. Es malo porque el oficio de enseñante
necesita un ideal. Y es bueno porque hace falta tratar los problemas de forma
pragmática. Pero lo que me parece que más
caracteriza a los jóvenes profesores es que a menudo no ven
hasta qué punto su oficio es importante socialmente y que el futuro de un país
reposa en parte sobre ellos. Pienso que haría
falta devolver la dignidad al cuerpo de enseñantes
y devolver ambición a la escuela. En Francia, hay una
especie de falta de claridad de proyectos políticos
para la escuela que, en mi opinión, no favorece el compromiso de los
enseñantes.
Entrevista publicada
en Cuadernos de Pedagogía.
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