Contra el secuestro universitario
MAURICIO MERINO
No hay manera razonable de aplaudir los métodos que están usando ahora
mismo los movimientos que han puesto en jaque la educación pública superior,
porque se oponen por completo a sus propias banderas: la toma violenta de las
instalaciones universitarias contradice su repudio a la represión, mientras que
su intransigencia frente a cualquier cambio en los planes de estudio anula la
opción de diálogo que reclaman. Pero lo más grave, es que la violencia y la
intransigencia con la que están actuando abona a la mala imagen de esas
opciones educativas y se vuelve en contra de la igualdad social que persiguen.
No es cierto que se trate de movimientos que deban ser avalados
acríticamente por las izquierdas. Por el contrario, son éstas las que deberían
encabezar la más firme oposición al deterioro de la educación pública superior
en México, pues no existe una ruta mejor para promover la movilidad y la
equidad sociales. Todas las demás dependen de la calidad de la educación
pública: desde las que buscan la inserción laboral y la conquista individual de
nuevas condiciones de vida, hasta las más audaces, que proponen el diseño y la
puesta en marcha de un arreglo social y político diferente; desde la mirada
personal de quien busca abandonar la pobreza por su esfuerzo, hasta la
colectiva que quiere modificar el régimen político en que vivimos, es
imprescindible la educación superior exitosa. No hay ninguna otra arma que
supere a las universidades públicas y gratuitas para conseguir la igualdad de
una sociedad.
Quienes creen que la sociedad debe vivir segmentada entre ricos y pobres
eternamente, porobablemente celebran la expansión de esos movimientos y de sus
métodos. Cada nueva noticia que divulga la violencia y el deterioro de la
educación pública podría ser leída, por esos grupos, como una confirmación de
que las escuelas privadas son las mejores opciones, de que en ellas se aprende
más, se garantizan mejores carreras y de que las universidades pagadas por el
Estado no son sino espacios para contener temporalmente la demanda laboral que,
de otra manera, produciría un estallido social. Dudo que haya una mejor
propaganda para todas esas falacias que la actitud beligerante de quienes están
minando el prestigio de la educación pública superior.
Convengo en que haya movimientos que impidan la privatización de la
escuela pública o que los estudiantes se levanten en contra de cualquier forma
de discriminación o exclusión social, que impida el acceso de los más pobres a
la educación superior; aplaudiría que se opongan a una educación ofrecida por
profesores mal preparados, abusivos o flojos; me encantaría que promovieran la
revisión de los planes de estudio y del trabajo en las aulas, para exigir que
su tiempo de estudio sea siempre más provechoso y competitivo con las mejores
universidades del mundo; que exigieran que los presupuestos se utilicen para
traer a los mejores investigadores, para convocar los mejores seminarios, para
impulsar los mejores proyectos y que cada peso gastado en esas escuelas sea gastado
bajo las más estrictas medidas comparativas; y que promovieran, con el mismo
ahínco, que sus compañeros no desaprovecharan cada minuto universitario. Pero
esas no son las causas que se están persiguiendo.
De modo que no hay ninguna razón válida para respaldar la violencia que
han esgrimido. A pesar de todo, la educación pública ha producido —y sigue
haciéndolo— el mayor caudal de conocimientos individuales y colectivos,
diagnósticos útiles, propuestas puntuales y resultados científicos del país.
Las universidades privadas no han alcanzado la madurez suficiente para
compararse, en conjunto, con la calidad que ofrecen las públicas del país. Así
que no debemos equivocarnos. Las conquistas sociales casi siempre son atacadas
—es cierto— por quienes ostentan el poder y los privilegios. Pero en esta
ocasión, el ataque viene de abajo y de adentro y hay que conjurarlo a golpe de
conciencia, no de violencia.
*Investigador del CIDE
Publicado por El Universal
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