Un (buen y
necesario) primer paso
SERGIO
CARDENAS
Es
buena noticia que una nueva administración federal comience impulsando reformas
en el ámbito educativo. En cierta medida reflejaría una lectura entre decisores
de que la credibilidad y legitimidad requerida en una nueva administración,
pasa por la necesaria modificación de las condiciones en que operan nuestras
escuelas.
Plausible
también es el hecho de que se inicie el sexenio con la búsqueda de reformas
legales que podrían asegurar una mayor estabilidad de programas.
Adicionalmente, abre otras expectativas la inclusión del Poder Legislativo,
particularmente por la usual disociación previa con malos resultados (¿Algún
mejor ejemplo que la obligatoriedad de la educación preescolar?). Si bien queda
pendiente la participación del Poder Judicial (hasta ahora limitada
primordialmente en la discusión de asuntos laborales en este sector), es
positivo observar la interacción entre poderes en la búsqueda de opciones para
mejorar en la calidad de la educación pública en el país.
Sin
embargo, con lo positivo que podría resultar este primer paso del Gobierno
entrante, es necesario atemperar el entusiasmo. Queda un largo camino por
recorrer, que solamente en su primera etapa incluye negociaciones para dar luz
a modificaciones legales que permitirían dar cumplimiento a lo establecido en
la reforma constitucional (en caso de ser aprobada), las discusiones técnicas
sobre los mecanismos de evaluación efectivos y justos (tarea extremadamente
compleja incluso en países con mayor experiencia en la rendición de cuentas del
sistema educativo) y por supuesto, la gran decisión sobre cómo iniciar esta
reforma contando con miles de directores y maestros que fueron contratados con
modalidades y obligaciones distintos, una mayoría de los cuales, por supuesto,
hará lo imposible por mantener los beneficios y condiciones actuales.
Lo
anterior no debe ser tampoco motivo de desaliento. Por el contrario, es un
recordatorio de las obligaciones que tenemos todos para contribuir a evitar que
las barreras eternas a las reformas educativas (ciudadanos desorganizados
contra beneficiarios concretos) justifiquen la marcha atrás, la modificación
legal para que todo siga igual, o las prácticas de simulación que tan
familiares resultan a nuestro sistema educativo.
Sobre
este último punto hay que recordar lo vivido en otros países, considerados
ahora como ejemplo a la luz de evaluaciones internacionales, cuyos resultados
en evaluaciones recientes capturan compromisos y esfuerzos llevados a cabo por
múltiples actores en por lo menos tres décadas. Por ejemplo, como describe Pasi
Sahlberg en el caso de Finlandia, los resultados actuales deben entenderse a la
luz de las decisiones tomadas en los años ochenta, con la continuidad de un
complejo proceso de adaptación que significó modificar el currículo a la luz de
una definición dinámica de lo que debía ser transmitido a los alumnos,
continuando en los años noventas con el Proyecto Acuario que transformó la
visión de las escuelas y creó redes de soporte y aprendizaje, para finalizar en
la primera década de este siglo con la búsqueda (aún controversial) de una
mayor eficiencia y productividad del sistema educativo.
Experiencias
como la anterior nos recuerdan el nivel de compromiso y cooperación requeridos,
así como la enorme cantidad de acciones y decisiones por tomar todavía en
México.
Si
bien es arriesgado pensar en rutas comunes entre países con muy distintas
condiciones, la inevitable comparación resalta lo básica (aunque necesaria) que
todavía resulta nuestra discusión (¿Cómo “retomar la rectoría del sistema”?).
Esto nos recuerda que no hemos vislumbrado otros retos, como establecer y
acordar los fines de nuestro sistema educativo, los medios que tendríamos para
fortalecer a nuestras escuelas, las decisiones que seguirán de ser aprobados
los cambios legales propuestos. A pesar de lo complejo que será observar
resultados favorables asociados a las reformas que ahora se buscan, no debemos
ignorar que solamente la inacción (siempre una opción para los tomadores de
decisiones, como lo muestran innumerables ejemplos en el país) generaría menor
incertidumbre en los resultados, aunque en este caso sería la negación de
oportunidades para generaciones de mexicanos que quedarían condenados a vivir
lo que Jorge Ibargüengoitia criticaba hace cuarenta años: la asistencia no a
escuelas, sino a “edificios, por lo general horribles, en los que no sucede
casi nada de provecho”. Publicado en Educación a debate
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