Reformar para reprimir
Bernardo
Bátiz V.
El
artículo tercero constitucional, sujeto hoy a un proceso de reformas, tiene una
historia, a través de sus diversos textos, que marcha paralela a la historia de
México; sus cambios más significativos han estado siempre ligados a los grandes
temas del pensamiento político y social, y han surgido de debates intensos,
ricos en argumentos inteligentes de legisladores de distintas ideologías y su
entrada en vigor ha coincidido con etapas cruciales de nuestro devenir como
nación.
Hoy no
sucede lo mismo, los cambios constitucionales propuestos por el Ejecutivo. El
central y los que lo rodean como excusas y justificaciones no merecen rango
constitucional y bien podrían, si se logra su aprobación, formar parte de leyes
secundarias, reglamentos de la Secretaría de Educación Pública o de contratos
de trabajo con el sindicato de maestros.
El
derecho a la libertad de educación ha formado parte desde 1857 del capítulo de
las garantías individuales, hoy de derechos humanos. Forma parte por ello de la
llamada parte dogmática de la Constitución. En el constituyente de la Reforma
(1856-7) el debate fue especialmente vivo y fuerte entre los liberales puros y
los moderados. Al final prevaleció la argumentación de Ignacio Manuel
Altamirano y el artículo tercero que resultó de ese debate, fue escueto y
sobrio: La enseñanza es libre. La ley determinará qué profesiones necesitan
título para su ejercicio y con qué requisitos se deben expedir. Y nada más; con
la primera frase del precepto quedó roto el monopolio que el clero católico
tenía de la educación y la enseñanza.
La
Constitución de 1917 determinó que la educación que imparta el Estado sería
laica y gratuita. En la reforma de 1934, después de una acalorada discusión,
llena de erudición y pasión política, se determinó que la educación sería
socialista y que sólo el Estado podría impartir educación primaria, secundaria
y normal. En 1945 se dio marcha atrás y se aprobó el texto aún vigente, del que
debemos sentirnos orgullosos, porque va más allá del establecimiento del
derecho a la educación y contiene una verdadera declaración de principios del
Estado mexicano.
El texto
define la educación que imparte el Estado determinando que tenderá a
desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en
él, a la vez, el amor a la patria y la conciencia de solidaridad internacional,
en la independencia y en la justicia.
Declara
que el criterio orientador de la educación será democrático, considerando a la
democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político,
sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico,
social y cultural del pueblo. Agrega que “será nacional sin hostilidades ni
exclusivismos, que contribuirá a la mejor convivencia humana y buscará
robustecer en el educando, el aprecio por la dignidad de la persona y la
integridad de la familia. Emplea también términos como el interés general,
ideales de fraternidad e igualdad y propone evitar privilegios de razas,
religión, grupos, sexos o individuos.
Hoy lo
que se pretende es incluir en la Constitución no un nuevo concepto ni un cambio
sustancial, se quiere un instituto que sirva para calificar el desempeño de los
maestros, lo cual en sí mismo puede ser positivo si la calificación se hace con
justicia y respetando los derechos laborales de los maestros. Sin embargo, de
lo que se trata es tener a la mano mecanismos represores contra un sector de la
sociedad que ha sido especialmente crítico y celoso de sus garantías y derechos
y se pretende, como destaca Manuel Pérez Rocha, no calificar sino medir.
En 2008,
con el pretexto de los juicios orales, se introdujeron en la Constitución
instituciones que no debieran estar en el capítulo de los derechos humanos,
como el arraigo, el cateo, el espionaje. Hoy repiten la maniobra y pretenden
romper la tradición de un artículo tercero bien redactado y con un núcleo de
valores y definiciones de alta significación ética y social.
Se
pretende mantener sobre los maestros una permanente espada de Damocles que
permita, con la amenaza de la pérdida de su trabajo, su incondicionalidad y
obediencia más allá de las obligaciones docentes. Con esta nueva embestida, así
como no han podido implantar plenamente los juicios orales, no tendrán recursos
para jornadas de ocho horas, ni para comida de los alumnos o lo harán en unas
cuantas escuelas modelo o en las particulares, cobrando aún más caras
colegiaturas y ahondando las diferencias entre los sectores de la sociedad;
pero eso no les preocupa, lo que requieren es un instituto que sea herramienta
para amenazar y reprimir a los profesores, con lo cual, además de rebajar el
rango de un precepto constitucional, atentan en contra de derechos fundamentales
y laborales de los maestros y abren una nueva fuente de injusticias y
atropellos y, por tanto, incrementan el descontento social. jusbbv@hotmail.com
Publicado
en La Jornada
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