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jueves, 11 de abril de 2013


Maestros
                       
Saúl López de la Torre

Dos viejos maestros, uno de literatura, el otro de matemáticas (activos después de cuarenta y siete años de servicio), en una conversación reciente me dijeron: La reforma educativa es algo abstracto, quizás bien intencionado, en tanto no exista el reglamento de la ley y el plan rector para ejecutarla. La resistencia que ha comenzado a manifestarse es apenas un reflejo del atraso. Y la peor parte de esa resistencia no la vemos ni la veremos en las calles. Está en las aulas y en las oficinas de los funcionarios, callada y corrosiva como la gusanera de un órgano putrefacto. Si hoy nos evaluaran a todos los maestros de primaria, secundaria y preparatoria, reprobaría el ochenta por ciento. El sistema escolar quedaría desierto. Abundan los maestros de español que no leen y los que escriben con errores garrafales de ortografía. Y los de química, física, matemáticas o biología que se limitan a recitar los textos de su materia, sin entenderlos. El desprecio por el conocimiento nos ha hecho retroceder. Estamos atrás de cuando nosotros comenzamos, hace casi medio siglo.

—¿Y a dónde fue a dar aquella mística de las normales rurales?, pregunté.

Se quedó en nuestros sueños de juventud, aplastada por el gobierno y por nuestra propia desidia y oportunismo después de las revueltas estudiantiles de 1968 y 1969.

Las escuelas normales rurales eran el último reducto de la Escuela Rural mexicana, que a su vez durante el siglo XX fue el punto más alto de la pedagogía nacional. Antes de la Escuela Rural un decreto porfiriano preveía la fundación de escuelas rudimentarias -así las denominaba en las que se enseñara a hablar, leer y escribir castellano y ejecutar las operaciones fundamentales y más usuales de la aritmética. Nunca llegaron a funcionar, pero en teoría se trataba de escuelas destinadas a los más pobres, a los indios, en las que el conocimiento se transmitiría desligado del medio social y productivo del educando. En contraposición, la Escuela Rural surgida del movimiento revolucionario de 1910, aspiraba a socializar tal era la palabra que usaban todos los aspectos de la enseñanza relacionándolos con la realidad material y espiritual del entorno y con la solución de los problemas vivos de los niños y los adultos de la comunidad.

En un texto publicado en 1927, cuando en el país había ya más de tres mil escuelas de este tipo, Moisés Sáenz, uno de sus fundadores, dice: Estos niños que asisten a la Escuela Rural, leen, escriben, hacen algún trabajo con números, cantan, dibujan y pintan [...] Hacen, en fin, todas esas cosas que estamos acostumbrados a ver hacer a los niños de las escuelas. Pero aquí los niños, además, crían pollos y conejos, tienen uno o dos puerquitos, cultivan flores y cuidan abejas [...] tanto estudian en los libros como cavan la tierra o alimentan a sus animales. Aprender un poema, hacer una cuenta o alimentar un puerco, todo está en el mismo plano de interés y utilidad para estos pequeñuelos de nuestras escuelas campestres.

Para estos alumnos se requerían maestros que dominaran muchas disciplinas. Sigue diciendo Moisés Sáenz: El maestro o la maestra rural están siempre ocupados. Enseñar a leer, escribir y contar sería juego de niños comparado con lo que tienen que hacer los maestros en estas escuelitas rurales nuestras. Se les ha fijado la obligación de trabajar seis horas diarias, cuatro durante el día con los niños y dos en la noche con los adultos. Pero estos niños tienen la costumbre de llegar temprano en la mañana y de irse tarde. ¿No tienen acaso su jardín y sus pollos y puercos y abejas y gusanos de seda? ¿No tienen por ventura, su tejer y martillear, su pintar y su bordar? Cuatro horas, ¡qué decimos, diez horas!, no bastarían para todo.

El cuidado de los niños y de sus hermanos mayores en la escuela es sólo una parte de la tarea. Este maestro abre la pequeña biblioteca rural, resuelve consultas, o bien toma nota de las preguntas que se le hacen y las manda a la ciudad de México para contestación, escribe cartas, da consejo jurídico, vacuna a la gente, receta medicinas... En esta escuela socializada las condiciones son naturales, el trabajo personalmente interesante, las actividades reales. Existe en ellas un espíritu de dame y toma, de participación; hay comunidad de intereses y a ella convergen las comentes de la vida del pueblo, la de niños y adultos, cruzándose y fecundándose.

La escuela era el centro mismo de la vida, por ello no son de extrañar las frases de encomio que escribiera John Dewey, uno de los filósofos y pedagogos más eminentes de aquellos años. Dice Dewey, después de una visita a las escuelas rurales: No hay en el mundo movimiento educativo que presente mayor espíritu de unión íntima entre las actividades escolares y las de la comunidad, que el que se ve ahora en México.

La escuela rural venía a ser el principio de una nueva organización social. Era el ejemplo de lo que se quería que fuera México. Por eso era peligrosa para los que gobernaban en 1968 y 1969, los años fatídicos de la matanza de Tlatelolco y del desmembramiento de las normales rurales. (Crónica de hoy)

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