Maestros
Saúl
López de la Torre
Dos viejos maestros,
uno de literatura, el otro de matemáticas (activos después
de cuarenta y siete años de servicio), en una conversación
reciente me dijeron: “La reforma educativa es algo abstracto,
quizás bien intencionado, en tanto no exista el reglamento de la
ley y el plan rector para ejecutarla. La resistencia que ha comenzado a
manifestarse es apenas un reflejo del atraso. Y la peor parte de esa
resistencia no la vemos ni la veremos en las calles. Está
en las aulas y en las oficinas de los funcionarios, callada y corrosiva como la
gusanera de un órgano putrefacto. Si hoy nos evaluaran
a todos los maestros de primaria, secundaria y preparatoria, reprobaría
el ochenta por ciento. El sistema escolar quedaría
desierto. Abundan los maestros de español que no leen y los que escriben con
errores garrafales de ortografía. Y los de química,
física, matemáticas o biología
que se limitan a recitar los textos de su materia, sin entenderlos. El
desprecio por el conocimiento nos ha hecho retroceder. Estamos atrás
de cuando nosotros comenzamos, hace casi medio siglo”.
—¿Y a dónde
fue a dar aquella mística de las normales rurales?, pregunté.
—Se quedó
en nuestros sueños de juventud, aplastada por el
gobierno y por nuestra propia desidia y oportunismo después
de las revueltas estudiantiles de 1968 y 1969.
Las escuelas
normales rurales eran el último reducto de la Escuela Rural
mexicana, que a su vez durante el siglo XX fue el punto más
alto de la pedagogía nacional. Antes de la Escuela Rural
un decreto porfiriano preveía la fundación
de “escuelas rudimentarias” -así
las denominaba— en las que se enseñara
a “hablar, leer y escribir castellano y ejecutar las
operaciones fundamentales y más usuales de la aritmética”.
Nunca llegaron a funcionar, pero en teoría se trataba de escuelas destinadas a
los más pobres, a los indios, en las que el
conocimiento se transmitiría desligado del medio social y
productivo del educando. En contraposición, la Escuela Rural surgida del
movimiento revolucionario de 1910, aspiraba a “socializar”
—tal era la palabra que usaban—
todos los aspectos de la enseñanza relacionándolos
con la realidad material y espiritual del entorno y con la solución
de los problemas vivos de los niños y los adultos de la comunidad.
En un texto
publicado en 1927, cuando en el país había
ya más de tres mil escuelas de este tipo, Moisés
Sáenz, uno de sus fundadores, dice: “Estos
niños que asisten a la Escuela Rural, leen, escriben, hacen algún
trabajo con números, cantan, dibujan y pintan [...]
Hacen, en fin, todas esas cosas que estamos acostumbrados a ver hacer a los niños
de las escuelas. Pero aquí los niños,
además, crían pollos y conejos, tienen uno o dos
puerquitos, cultivan flores y cuidan abejas [...] tanto estudian en los libros
como cavan la tierra o alimentan a sus animales. Aprender un poema, hacer una
cuenta o alimentar un puerco, todo está en el mismo plano de interés
y utilidad para estos pequeñuelos de nuestras escuelas campestres”.
Para estos alumnos
se requerían maestros que dominaran muchas
disciplinas. Sigue diciendo Moisés Sáenz:
“El maestro o la maestra rural están
siempre ocupados. Enseñar a leer, escribir y contar sería
juego de niños comparado con lo que tienen que
hacer los maestros en estas escuelitas rurales nuestras. Se les ha fijado la
obligación de trabajar seis horas diarias,
cuatro durante el día con los niños
y dos en la noche con los adultos. Pero estos niños
tienen la costumbre de llegar temprano en la mañana
y de irse tarde. ¿No tienen acaso su jardín
y sus pollos y puercos y abejas y gusanos de seda? ¿No
tienen por ventura, su tejer y martillear, su pintar y su bordar? Cuatro horas,
¡qué decimos, diez horas!, no bastarían
para todo.
El cuidado de los niños
y de sus hermanos mayores en la escuela es sólo
una parte de la tarea. Este maestro abre la pequeña
biblioteca rural, resuelve consultas, o bien toma nota de las preguntas que se
le hacen y las manda a la ciudad de México para contestación,
escribe cartas, da consejo jurídico, vacuna a la gente, receta
medicinas... En esta escuela socializada las condiciones son naturales, el
trabajo personalmente interesante, las actividades reales. Existe en ellas un
espíritu de dame y toma, de participación;
hay comunidad de intereses y a ella convergen las comentes de la vida del
pueblo, la de niños y adultos, cruzándose
y fecundándose”.
La escuela era el
centro mismo de la vida, por ello no son de extrañar
las frases de encomio que escribiera John Dewey, uno de los filósofos
y pedagogos más eminentes de aquellos años.
Dice Dewey, después de una visita a las escuelas rurales:
“No hay en el mundo movimiento educativo que presente mayor
espíritu de unión íntima entre las actividades escolares y
las de la comunidad, que el que se ve ahora en México”.
La escuela rural venía
a ser el principio de una nueva organización social. Era el ejemplo de lo que se
quería que fuera México. Por eso era peligrosa para los
que gobernaban en 1968 y 1969, los años fatídicos
de la matanza de Tlatelolco y del desmembramiento de las normales rurales. (Crónica de hoy)
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