Para una teoría de la educación
Hermann Bellnghausen
Hacerse a un lado en el camino, así sea
brevemente, sentarse en un montículo y ver, como dijera Dylan, el río pasar.
Qué cansada es la ciudad. El progreso sólo puede ponerla peor, está en su
condición de urbe. ¿En su naturaleza? Hablemos pues de naturaleza, algo que ya
no guarda relación con la ciudad, Valerio lo sabe bien.
Una ausencia de vocación precisa lo llevó a
estudiar ingeniería geológica. Con eso de que de niño coleccionaba piedras y
aprendió a clasificarlas, a donde iba miraba el suelo. Terminó el Politécnico
bajo cierta presión de su padre, ingeniero él mismo, que veía al fin una
elección de carrera con futuro, útil y respetable. Ay papá, suspira con tierna
condescendencia Valerio al recordar. Era cuando padres, padrinos, profesores y
tíos sólo entendían de profesiones liberales. La otras eran para morirse de
hambre.
Siempre le gustó el trabajo de campo, y con
el tiempo a eso se dedicó en las minas del norte, hasta que un día su siempre
se transformó. Fue algo súbito y radical. Coordinaba una rutinaria voladura con
dinamita en el desierto un lejano amanecer, con la dedicación técnica propia de
los eficientes, apegado al manual de procedimientos proporcionado por la
dirección general. El sol nacía en una aurora rosada que enrojeció hasta
florecer en capullos de sangre y los minutos se fueron haciendo amarillos tras
la silueta de los cactos en su catedral majestuosa. Entonces liberó la orden,
bum, y en su vista estalló un sucio resplandor, volaron los suelos por el aire
y lo alcanzaron terrones y nubes de arena una vez que terminaron de caer los
pedruscos de la devastación. El dinamitero y sus peones celebraron chiflando la
detonación, pero Valerio se hundió en una melancolía que las palmadas en la
espalda de sus colegas no le lograron sacar.
Algo se rompió dentro de él. Como matarife
que un día decide no matar una vaca más, botó el arpa como decía su padre y
torció su camino, para pánico y decepción de su mamá que no comprendió por qué
su hijo dinamitaba su prometedora carrera en la industria de la destrucción y
se hacía simple maestro de secundaria y Vocacional. Casado estaba, y así
siguió, respaldado por su mujer con tal de verte feliz. El gusto por las
prácticas de campo fue lo único que no abandonó, al contrario, se le agudizó en
extremo y lo convirtió en un estimado profesor para los jóvenes en materia de
observación de la naturaleza. Peripatético y rebelde, desarrolló afinidad por
autores como Henry David Thoreau y lo absorbió la senda de Los novicios en
Sais, de Novalis. En el nombre de cada cosa descubrió el signo para cada una de
las cosas: La vida del universo es un diálogo eterno de miles de voces, pues en
el lenguaje del hombre todas las fuerzas, todas las formas de acción aparecen
milagrosamente unidas.
Eso ha enseñado a una legión de alumnos de
los que evita encariñarse, porque si algo conoce un maestro de escuela es el
incesante río de los adioses. Y hoy, acogido a la sombra de un sabino rumoroso,
Valerio deja pasar el río con atención, de ella ha hecho una especialidad, y a
Novalis se atiene:
Variados son los caminos del hombre. Aquel
que lo siga y compare verá emerger extrañas figuras que parecieran venir de la
gran cifra que encontramos escrita en todo, en alas, cascarones, nubes y nieve,
en cristales y formaciones de piedra, en aguas congeladas, dentro y fuera de
las montañas, en planta, bestias y personas, en las luces del cielo, en discos
grabados en resina, cristal o hierro alrededor de un imán, en las extrañas
conjeturas del azar. Allí vislumbramos la clave de la escritura mágica, su
gramática incluso, mas nuestra conjetura no adopta una forma definida y resiste
volverse una clave mayor. Como si un álcali se vertiera sobre los sentidos del
hombre. Por un momento sus deseos y pensamientos parecen solidificar. De ahí
erige sus presentimientos, pero luego de un breve instante todo se hunde
nuevamente ante sus ojos.
Sin renunciar a la sencillez, enseña a sus
discípulos la escritura íntima de la naturaleza, tan ajena para la población de
las ciudades. Todas las cosas son un gran manuscrito del cual conocemos el
secreto, y nada es inesperado porque anticipamos los movimientos de su reloj.
Gozamos la naturaleza con todos los sentidos, porque no destruye los sentidos,
porque las pesadillas no nos asustan, porque la lucidez nos calma y hace
confiados.
Su trabajo se limita a despertar, ejercitar y
afilar un sentido diferenciado de la naturaleza en las mentes de los jóvenes,
combinarlo con sus otros dones y permitirles producir frutos que agradezcan
ellos y quienes los rodean. Cada detalle está conectado con todo y sucede
ahora, despiadado y simultáneo. No hay viento, marea ni ala de mariposa que no
pueda pertenecer a cada aprendiz de ser humano.
Su recompensa: una pluma blanca inesperada
entre las páginas blancas del libro blanco de Novalis, los dibujos en su
memoria abierta, o cualquier otra cosa.
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