La evaluación educativa y
sus especialistas
Luis
Hernández Navarro
La reforma
educativa pone la carreta delante de los bueyes. En lugar de ubicar con
claridad los grandes problemas educativos nacionales (la desigualdad y el
rezago), establece como el reto principal de esta etapa atender la calidad de
la enseñanza. En vez de respetar la naturaleza pluriétnica y multicultural del
país y de la educación, la violenta fijando mecanismos de evaluación
homogéneos.
A pesar de
que su objetivo explícito es mejorar la calidad de la educación, nunca define
con precisión qué entiende por ello y, cuando lo hace, el resultado final es un
verdadero galimatías, farragoso e incomprensible. El nuevo texto constitucional
dice: la educación será de calidad, con base en el mejoramiento constante y el
máximo logro académico de los educandos.
Según los
promotores de la reforma, la herramienta central para lograr la calidad de la
enseñanza es la evaluación de los docentes. Una evaluación entendida como
medición de conocimientos de alumnos y maestros mediante exámenes universales
de opción múltiple.
La nueva
norma olvida que para evaluar a los profesores antes debe definirse qué tipo de
maestros requiere el sistema educativo, y que, para hacerlo, se necesita
establecer previamente un proyecto pedagógico nacional. Nada de esto hace la
reforma.
La visión de
que la evaluación es el remedio milagroso contra todos los males del sistema
educativo no se sostiene. Ni siquiera es avalada por la mayoría de los
especialistas educativos que fueron convocados por la Cámara de Senadores como
candidatos a la junta de gobierno del Instituto Nacional para la Evaluación de
la Educación (INEE).
Revisar las
opiniones que los 15 académicos y ex funcionarios pedagógicos expresaron el
pasado 17 de abril, en sus intervenciones de 10 minutos en el Senado, es
esclarecedor. Muchas de ellas hacen una crítica implícita demoledora a partes
sustantivas de la reforma educativa. Por supuesto, la mayoría de legisladores
no parecieron darse cuenta de ello.
Un buen
número de especialistas señalaron la falta de equidad en los servicios
educativos como problema central de la enseñanza, los graves retos que esto
implica para cualquier evaluación educativa y el inconveniente de efectuar ésta
de manera estandarizada.
Por ejemplo,
Benilde García explicó cómo la inequitativa distribución de la riqueza y de los
recursos culturales ha segmentado los tipos de servicios educativos, dando
lugar a un importante número de escuelas con equipamientos y condiciones
precarias. Puso de ejemplo de la diversidad de condiciones en que trabajan los
maestros que, en un poco más de dos quintas partes del total de escuelas
primarias del país, un docente atiende todos los grados, y en una quinta parte
de las mismas los profesores no son profesionales, sino jóvenes habilitados con
secundaria o bachillerato, que permanente son remplazados y que duran en su
cargo uno o dos años.
Por ello,
indicó, el reconocimiento de la diversidad de las situaciones de enseñanza, así
como de las dimensiones comunes de las mismas, deberán verse reflejadas en el
sistema de evaluación que desarrolla el INEE.
Recomendó
adoptar “una estrategia de evaluación mediante la utilización de tareas significativas
y propias del quehacer docente en sus diferentes niveles y modalidades
educativas, así como en los que se haga evidente la concepción de que el alto
logro de niveles de desempeño docente no se considera un evento, sino un
proceso que requiere del monitoreo constante y del apoyo al quehacer docente”.
Muchos de
los aspirantes desmitificaron la pretensión de considerar la evaluación como la
llave mágica que solucionará la falta de calidad en la enseñanza. Sylvia
Schmelkes, quien fue nombrada presidenta de junta de gobierno del INEE, señaló
que la calidad de la educación no mejora con la evaluación (...) la calidad de
la educación más bien mejora, como consecuencia, de la transformación de la
práctica docente. Lorenza Villa advirtió que la evaluación no debía ser
sobredimensionada, ni convertida en un fin en sí misma.
En una
dirección parecida, Eduardo Backhoff afirmó que la evaluación por sí misma no
resuelve ningún problema. Angel Díaz Barriga insistió en que ésta no es
suficiente para lograr un cambio profundo en la educación. Y Teresa Bracho
puntualizó que por sí misma la evaluación no genera cambios en el sistema.
Los
investigadores tomaron distancia de la pretensión de evaluar a los maestros con
exámenes de opción múltiple. María Luisa Chavoya planteó que la evaluación debe
partir de considerar que ellos también forman un universo diverso, y que
realmente no se puede utilizar la misma vara para medir lo diverso. No es
posible evaluar a los maestros y alumnos con una simple prueba.
La
evaluación –dijo Gilberto Guevara Niebla– debe desmitificarse y humanizarse.
Desmitificarse significa que debe contemplarse como un elemento más de la
educación y no como su único y principal determinante. Humanizarse significa
que la evaluación debe hacer visibles a los sujetos de la misma, que hasta
ahora aparecen invisibles.
El carácter
diverso y desigual del país –y de la educación– demanda una visión flexible de
la evaluación. Silvia Schmelkes advirtió que la evaluación también corre el
riesgo de pretender homogeneizar propósitos educativos y de basar sus juicios
en criterios que no toman en cuenta la diversidad.
Tiburcio
Moreno llamó a remplazar una cultura de la evaluación caracterizada por el
control, punitiva y clasificadora por una cultura de la evaluación democrática,
justa, participativa y formativa. Se trata de una recomendación –como muchas
más contenidas en las más de 89 cuartillas del acta de la comparecencia de los
especialistas en el Senado– que la Secretaría de Educación Pública y los
legisladores harían bien en atender, aunque no se ve en ellos voluntad alguna
para hacerlo. Prefieren seguir adelante con sus dogmas y poner la carreta
delante de los bueyes.
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