UNAM: ¿anarquía o
nihilismo?
JAVIER
SICILIA
MÉXICO, D.F.
(Proceso).- No sé en qué condiciones se encuentre el conflicto de la toma de la
Rectoría de la UNAM cuando este artículo esté circulando. No sé tampoco si las
demandas, bastante confusas, de quienes la han ocupado sean legítimas. Son, en
todo caso, al igual que el conflicto magisterial en Guerrero, otros tantos
síntomas del dolor de la nación y de la lejanía del Estado frente a la realidad
del país.
El problema,
sin embargo, no está en el dolor de una ciudadanía que día con día va siendo
excluida por un Estado que ha decidido arrodillarse ante los capitales legales
e ilegales. No está tampoco en su protesta –todo dolor tiene que decirse, que
mostrarse y buscar alivio– sino en la incapacidad de esos grupos para darle
sentido y claridad a ese dolor y encontrar el remedio que exige.
La muestra
de esa confusión está en la filiación a la que dicen pertenecer: el anarquismo.
¿Son anarquistas? La palabra misma, a fuerza de tomar muchas formas a lo largo
de la historia, es ya en sí misma confusa. Sin embargo hay algo que puede
permitirnos distinguir el anarquismo de lo que Turgeniev llamó “nihilismo” –de
nihil, nada–. El anarquismo viene del griego anarkhia, ausencia de autoridad.
Sin embargo, desde los más remotos anarquistas, como Lao-Tse y Zenón de Citio,
hasta Albert Camus, pasando por Godwin, Thoreau, Proudhom y Gandhi, la ausencia
de autoridad sólo es posible si existe una profunda fuerza moral en los individuos
que forman el común. En este sentido, todo verdadero anarquista está en íntima
relación con el orden ético. Si viola la ley, si se opone a la autoridad o la
desafía es porque la autoridad ha violentado la ética en la vida de la ciudad.
Su fuerza, por lo tanto, no radica en la violencia ni en la destrucción sino en
la profundidad de su conciencia ética y en un accionar cuyos medios estén en
consonancia con ella.
Un verdadero
anarquista es en este sentido paciente, dialogante, claro, creativo, perentorio;
alguien que conoce los límites, que practica la mesura –el rostro de un
gobierno sin Estado–, que quiere el equilibrio y se rehúsa a cualquier
fanatismo. Si desobedece lo hace, como lo mostraron Thoreau y Gandhi, desde una
ética impecable que asume desde esa impecabilidad la consecuencia de sus actos
sin dejar lugar al resentimiento. En esta relación estrecha entre acción y
ética, la presencia de un anarquista es ya en sí misma un desafío al
autoritarismo y a la violencia. El nihilista, por el contrario, aunque tiene
fuertes elementos anarquistas, se niega a sostenerse en la ética. Turgeniev lo
definió en su novela Padres e hijos –la lucha de los estudiantes rusos de
mediados del siglo XIX desilusionados por los lentos avances del reformismo–:
“Nihilista es quien no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún
principio como artículo de fe”. Alguien que niega radicalmente, que clama una
reivindicación de todo y, por lo mismo, termina por reivindicar nada.
Los
muchachos que tomaron la Rectoría rompiendo vidrios y exigiendo la
reinstalación de quienes en el CCH habían delinquido –al igual que los maestros
que en Guerrero incendiaron la Contraloría y las sedes de los partidos– son, en
este sentido, nihilistas. Su dolor, incuestionable, les ha hecho perder bajo el
peso del resentimiento los contornos de una lucha libertaria. Detrás de su
violencia, de su absurda exigencia de reinstalar en un CCH a quienes son la
expresión contraria de la cultura y la civilidad, y de la confusión de sus
demandas, no hay un pensamiento anarquista ni un orden libertario sino la
intoxicación maniquea del peor Bakunin, el nihilista para quien la historia se
rige sólo por dos principios: el Estado y la revolución social sea cual sea y
sea como sea. Al igual que él, los muchachos que tomaron la Rectoría parecen
revindicar a los delincuentes del CCH porque semejantes a Razin y Purgatchev
(líderes de los cosacos del Don) y héroes de Bakunin, se violentaron sin
doctrina ni principios en busca de “un mundo nuevo sin leyes y en consecuencia
libre”.
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